jueves, 29 de mayo de 2008

La sangre sabe a metal II

Mi juventud no fue difícil, pero si dolorosa.
Mis amigos –si es que la enorme distancia de mi alma con la suya permite que les llame así- se bastaron siempre con sus tardes de televisión, sus chistes soeces, sus sueños eróticos y su constante jugueteo. Ignoro si sufría o envidiaba su risa inocente, la odiaba, eso sí lo sé. Mis mundos interiores siempre fueron espacios amplios y -paradójicamente- de una complejidad y peso asfixiantes, dicen los mayores que son el refugio triste de los príncipes sin reino, y fueron mi soledad…. Si, la soledad…

La soledad es extraña como un fantasma o una enfermedad, no se ve pero se siente, su esencia es de vacío, de ausencia; pero pesa como un cadáver en su ataúd. Pasé muchas tardes solo, rodeado de pensamientos difusos que se diluían en su propio sopor, improductivo y aletargado en un malestar constante... y el aburrimiento se torno en tristeza, la tristeza en ira, y no habiendo nadie más que tocara su propia sinfonía vital en mis días, esa ira no tuvo nadie a quien dirigirse, por lo que se hundió -por su propia inercia- en mi mismo, en todos y en todo, odié así al mundo, a la humanidad y a la existencia con un amplio rencor abstracto venido de pequeños sufrimientos concretos, aprendí a odiarme con un desprecio soterrado, aprendí a reprocharme no ser como aquellos compañeros que están ocupados, demasiado ocupados con sus vidas normales, riendo mucho y llorando poco sin poder ni querer mirar las cosas de frente y desde lejos.

Ahí, desde esa lejanía, yo miraba sus vidas pasar, sus sueños nacer, vivir y a veces realizarse, o extinguirse para dar paso a su renacimiento semanal; yo en cambio, debía soportar el peso de mis sueños rotos y moribundos. Incapaces de morir por si solos y yo incapaz de matarlos de tajo, Vivian de la vida que me robaban, y yo vivía cargando el odio de sus voces mudas, de el rencor que me guardaban por no darles vida y movimiento, por no hacerlos carne, por ser siempre insuficiente y torpe para cumplirlos. Y asi, cual promesas incumplidas, me odiaban los mismos sueños que yo engendraba y que necesitaba para vivir.

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